Deseo compartir hoy una breve reflexión inspirada en el politólogo norteamericano Leon Epstein. Una de las tesis centrales del análisis de Epstein es que la organización de los partidos no es , de hecho, más que la respuesta a la competición por los votos.
En una época de elecciones televisadas y difundidas por los variados medios de comunicación y manipulación de masas (solamente internet en su diversidad ofrece algunas dificultades al control pese a los intentos de los distintos gobiernos por censurarlo), encuestas de opinión y mercadotécnia electoral convertida en fin por sí misma, los partidos no precisan de un elevado número de afiliados para movilizar a los votantes. El recurso del que mayor necesidad tienen es el dinero. Dinero, por ejemplo, para comprar y subcontratar los servicios y voluntades de las agencias más prestigiosas y las personas clave en determinados ámbitos de la sociedad especialmente significativos.
Como es bien sabido, el dinero se consigue más fácilmente de los grupos de interés, las empresas y de los donantes individuales que a través de él compran, condicionan o mediatizan las voluntades de los partidos y políticos que aceptan encantados las contribuciones “ad maiorem partito Gloria”. Además un número demasiado elevado de afiliados inmiscuyéndose en los asuntos del partido reducen el poder de las cúpulas directivas, las obligan a dar demasiadas explicaciones, rendir demasiadas cuentas y ser coherentes en sus actuaciones con los contenidos programáticos. Los líderes de los partidos gustan de una vinculación laxa, unidireccional y opaca entre líderes y activistas por lo que instintivamente tienden a excluir de los asuntos importantes del partido a todos aquellos activistas difíciles de, controlar, comprar o más sensibles a los contenidos ideológicos de la actividad política que a los incentivos materiales fruto de esta.
Siendo así, los rasgos determinantes para las organizaciones de los partidos progresistas en las democracias liberales no provienen de un “contagio de la izquierda” sino de un “contagio de la derecha” haciéndolas sensibles, en última instancia y más allá de posicionamientos estéticos secundarios, a los mismos estímulos.
¿Creéis que podemos realizar alguna constatación empírica que avale las hipótesis anteriormente expuestas?
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